La realidad es la única verdad

El desorden económico contra la democracia

Los años 80, conocidos en Occidente como la “década perdida”, fueron en la Argentina, también, los años de la transición. Las ansias de libertad en todos los órdenes de la vida pública convivieron, no obstante, con la lucha gubernamental contra la inflación. Una batalla que resultó infructuosa.

Postales de la victoria. El 3 de noviembre de 1985 fue una jornada fresca de primavera, pero fue sobre todo un día histórico. Había que remontarse más de treinta años para encontrar elecciones legislativas sin proscripciones bajo un gobierno constitucional en el país. La novedad además era doble y remontaba todavía más lejos. En este caso, de los 18 millones de argentinos que se acercaron a las urnas, la mayoría se inclinó por el radicalismo. Aquello que había sorprendido a los conocedores de la vida nacional en octubre de 1983 –que el peronismo podía ser derrotado en elecciones libres– se confirmaba.

La doble victoria de 1985 (de las instituciones y del oficialismo) mucho le debía al programa de estabilización lanzado el 14 de junio de ese año. Ante una inflación anual que había escalado de 343 por ciento en 1983 a 688 en 1984, Sourrouille y su equipo no solo habían logrado desacelerar los aumentos. Habían conseguido una reducción de la inflación mensual que llevó a que el incremento de los precios de 1986 fuera incluso inferior al registrado durante cualquiera de los años de la dictadura. Sin sangre ni grandes sacrificios, la economía parecía ordenarse y de a poco se ponía en marcha.

Una A y dos líneas en el medio representaban al nuevo signo monetario y una forma original de enfrentar el desorden económico. La espiral de precios se entendía como una tendencia “inercial” que llevaba a la inflación a perpetuarse a sí misma. En los términos de la época, el problema era la propensión de los “agentes” a estimar sus “expectativas” sobre la base de su experiencia anterior. Si bien el programa de Sourrouille se comprometía a alcanzar el equilibrio fiscal y a congelar precios y salarios, el éxito se asociaba al efecto de una señal contundente de ruptura con el pasado.

1985 fue también el año del Juicio a las Juntas. Alfonsín y el país entero podían ver a las cúpulas del Proceso, de pie frente al estrado, esperando sentencia. A apenas dos años del recambio de autoridades, la Justicia argentina demostraba que era capaz de juzgar y condenar a los principales responsables de los crímenes de lesa humanidad.

La lucha por la democracia no había comenzado en 1983 y los méritos desbordaban al oficialismo. Cuando la derrota de Malvinas profundizó las fracturas dentro de las Fuerzas Armadas y terminó de precipitar al gobierno militar a una transición política en la que pudo poner muy pocas condiciones, las protestas adquirieron un estado cada vez más público. En las revistas, el cine argentino, el rock nacional, la censura iba quedando atrás y la democracia se identificaba menos con un acto eleccionario que con una cultura de la libertad, el compromiso y la tolerancia.

 

Sobre esas bases, la sociedad creyó encontrar en las dirigencias partidarias a sus legítimos representantes. En 1981, se había con formado una Multipartidaria Nacional para instar a los militares a abandonar el poder y convocar a elecciones libres. Hacia 1983, esos mismos partidos registraban una afiliación récord. La firmeza de los dirigentes parecía determinar la suerte de la futura Argentina. La fórmula del candidato radical trazaba el camino a seguir: “Con la democracia se come, con la democracia se cura, con la democracia se educa”.

¿POR QUÉ NO INTERESAN LOS 80?

Claudia Hilb titula uno de sus libros ¿Por qué no pasan los 70? Alude así al modo en que volvemos una y otra vez a escrutar los mismos enfrentamientos sangrientos que llevaron a una generación de jóvenes a elegir las armas para alcanzar la revolución y a las Fuerzas Armadas a recurrir a la violencia más extrema para eliminar al enemigo y acallar toda crítica. Los catálogos de las bibliotecas, los anaqueles de las librerías, las obras literarias o teatrales hacen saltar a la vista la obsesión por esos años aciagos, seguidos de lejos por el interés que suscitan el primer peronismo, las reformas de Carlos Menem o la larga década kirchnerista. Lo sucedido entre 1983 y 1989, en cambio, apenas es abordado por algunos pocos textos.

¿Por qué no interesan los años 80? Por empezar, porque su interpretación no cuadra con las narrativas históricas dominantes. Para algunos analistas (los que se identifican con el liberalismo), el modelo de posguerra (con un Estado regulador y una economía cerrada e industrialista) se habría extendido hasta 1989, y la hiperinflación sería la expresión de su crisis. Para otros (de sensibilidad nacionalista), el punto de inflexión habría de ubicarse en la dictadura militar y en su voluntad de romper amarras con el pasado. En ambos casos, el gobierno de Alfonsín aparece ligado a la “recuperación de la república perdida” y a un intento de estabilización que no inspiró mayores reflexiones sobre sus promesas y sus fracasos.

Y es que los años 80 incomodan: abordarlos implica suspender, al menos por un momento, ciertos pilares de nuestra cultura política. De Ípola y De Riz la asocian a dos mitos originarios: la idea de un país superdotado de riquezas naturales, dilecto por la providencia, y la idea de un país “decidible” en el plano político, capaz de ser organizado desde arriba por una voluntad lo suficientemente audaz para hacerlo. A veces, una parte del país sueña con volver a algún pasado remoto donde supimos ser prósperos y felices. A veces, se entusiasma con un líder con agallas que erradique de una vez por todas a ese enemigo interno (el peronismo, el antiperonismo, los corruptos o los “garcas”, según el gusto de cada cual) que nos estarían arruinando la vida.

Los 80 fueron diferentes. Si merecen atención es porque fue entonces cuando se jugó, en la Argentina y en el mundo, la suerte de muchas conquistas de posguerra: la protección del empleo, las instituciones públicas de calidad, la confluencia entre cierta integración e igualdad que se habían logrado y las libertades (cívicas, políticas, sexuales, económicas) que empezaban a reivindicarse. En este sentido, los 80 fueron años con tanta vocación refundacional como restaurativa. Alfonsín buscaba fundar el orden político sobre una ruptura, pero Sourrouille intentaba, aunque tuviera que apelar a una política de shock, enmendar un orden socioeconómico en crisis.

Volver a los 80 es preguntarse por la capacidad de la Argentina de conciliar y corregir. En este sentido, la falta de interés por el gobierno de Alfonsín no se explica solo por el desencuentro entre el radicalismo y las pasiones intelectuales de quienes escriben la historia: también se asemeja a la poca atención que se presta a las etapas que suceden al unanimismo inicial de los grandes liderazgos. Sabemos menos de las dificultades del segundo gobierno de Menem que de su impulso reformista, menos de la incapacidad de Cristina Fernández de Kirchner de relanzar el crecimiento y el empleo después de 2010 que de la épica de sus primeros años. El culto del éxito convoca a celebrarlo o denostarlo. El fracaso, en cambio, es menos épico, pero contiene tal vez más lecciones y aprendizajes. Si, como en las películas o las series, las segundas partes son un reflejo degradado del impulso inicial, en el caso de las presidencias argentinas esto se debe en gran medida a que se acumulan ahí los grandes desafíos: la capacidad de construir acuerdos de mediano plazo cuando el enamoramiento por el líder empieza a evaporarse y la persistencia de los problemas ya no puede ser disimulada.

LA MEMORIA SELECTIVA DE LA DEMOCRACIA ARGENTINA

“Si un vecino le dice: ‘Hay golpe’. ¿Qué hace usted? Enciende la radio, naturalmente…” Así promocionaba una emisora argentina su señal en el siglo XX. Podía hacerlo porque la interrupción por la fuerza de los gobiernos civiles y los anuncios severos de los elencos castrenses eran una costumbre nacional. En los años 1970, dimos un paso más. Los chistes que se publicaban en la contratapa del diario de mayor tirada del país nos llevan a concluir que los asesinatos por la espalda, los atentados a la prensa, el empleo de la tortura y la picana en interrogatorios parapoliciales, las deportaciones en masas, los fusilamientos, el arrojo de personas asesinadas al río eran parte del consumo cultural cotidiano de los argentinos. Frente a esta familiaridad con la crueldad y la muerte, el ciclo iniciado en 1983 introdujo un punto de quiebre superlativo.

Otras viñetas de la época, en cambio, nos siguen resultando familiares y muestran menos contrastes. En marzo de 1982, en La Nación, el personaje de una tira de José Miguel Heredia va al médico y le comenta: “Me han despedido del empleo. No puedo expresar mis ideas. La inflación no baja. Los teléfonos no funcionan. La televisión es mala. Los precios suben. Los impuestos me abruman”. El médico compungido le responde: “Lo siento, amigo. La que yo trato es otra clase de impotencia”. Meses más tarde, en un chiste de Carlos Basurto, otro personaje se acerca a una farmacia y le comenta al vendedor: “Como el costo de la vida aumentó un 4,2 por ciento, necesito que me dé una pastilla que me rebaje el hambre un 5,8 por ciento…”. Al final de 1985, Alberto Bróccoli le hace proponer a uno de sus personajes que se erija un monumento a la inflación: la Argentina está entre los países con la escalada de precios más alta del mundo.

Política y economía, dos temas distintos. ¿Distintos? Tal vez para muchos especialistas que, desde 1983, juzgaron posible analizar la dinámica de los partidos, del parlamento, de los gobiernos sin interesarse demasiado por los índices de inflación ni el crecimiento de la economía. Tal vez para otros expertos que se concentraron en la base monetaria, el déficit fiscal, los intereses de la deuda sin referirse al efecto del incremento de los precios o de los ajustes sobre los hogares argentinos o la autoridad de los presidentes.

En todo caso, los chistes de la época se resistieron a esa división salomónica. En una viñeta de Ian de octubre de 1982, la Justicia, representada por una mujer con ojos vendados y espada en la mano, sostiene una balanza donde los precios pesan mucho más que los salarios. En 1985, un personaje de Alberto Bróccoli afirma: “Los gobiernos pasan y la inflación queda”.

En 1983, la originalidad de Alfonsín fue creer posible y necesario reconciliar justicia social y democracia política, dos tradiciones que estaban por entonces desencontradas. Desde 1978, numerosas voces críticas se habían manifestado reclamando pan y trabajo para los argentinos. Lo que habría que aclarar es que la mayoría de estos dirigentes sindicales y políticos (de todas las orientaciones) se apuraban a destacar los “logros” de las Fuerzas Amadas en “la lucha antisubversiva”. Fue Alfonsín quien se opuso tanto a la guerra de Malvinas como a la separación entre los “objetivos antipopulares” de la dictadura y sus “métodos represivos”.

En estos primeros discursos poco se decía sobre la inflación. La inestabilidad argentina no estaba hecha solo de golpes militares. El desorden de los precios había acompañado a distintas generaciones de argentinos desde los años 50. Y lejos de ser un problema exclusivamente económico era, en palabras de Albert Hirschman, la expresión de una matriz social y política en la cual “el Estado le pasa a la inflación la desagradable tarea de decir que no”. Incapaz de jerarquizar las demandas, el Estado argentino se vio en reiteradas oportunidades desbordado por actores sociales y políticos que se fortalecen en la disputa distributiva. La dificultad es sin duda mayor en democracia. Frente a la candidez de muchos militantes y dirigentes que confían en la posibilidad de distribuir recursos sin crecer, de sostener instituciones estatales robustas bajo un déficit permanente, de retener la popularidad en un desorden económico creciente, la inflación se fortalece, les jadea en la nuca y, una y otra vez, los desacredita.

La batalla contra la inflación era, y bien lo sabía el equipo económico, la batalla por el significado mismo de la democracia. Así lo afirmaba Sourrouille en un documento liminar de marzo de 1985: “La democracia habrá de quedarse entre nosotros si, además de permitir la participación de la población, es capaz de probar que con ella el país funciona, se pone en marcha, puede encontrar un rumbo (…) Es por eso que una actitud responsable para con la democracia impone a todos, al gobierno y a la sociedad, un programa de ajuste antiinflacionario. Todavía estamos en condiciones de elegir la magnitud y la duración de los sacrificios a realizar.”

EL EXPERTO SENSIBLE

Veinte años más tarde, hacia el minuto 13 del segundo audio de una entrevista que atesora el archivo de historia oral del Instituto Germani, a Juan Vital Sourrouille se le quiebra la voz. Dice entonces sentirse honrado de haber formado parte del grupo de argentinos que logró instalar un sueño. Según comenta, ese sueño fue exitoso en dos grandes sentidos: la posibilidad de que un presidente elegido por el pueblo fuera sustituido por otro también ungido por la voluntad popular y el de haber establecido el principio básico de que la Constitución Nacional se aplica a todos por igual. El exministro se lamenta ante la cámara de que la conducción de la cartera económica, de la que fue responsable, no haya estado a la altura de esos sueños compartidos.

La experiencia de Sourrouille se asemeja a la de quienes acompañaron a Gorbachov en la perestroika. En ambos casos, los equipos económicos de los años 80 no estaban conformados por traders, ni consultores, ni miembros de fundaciones financiadas por grandes empresarios. La mayoría eran miembros de universidades, de centros de estudio, de agencias estatales que se habían ido agrupando para reflexionar sobre la situación de sus países con el propósito de corregir (no de dinamitar) la gestión económica de posguerra. En la Argentina, el equipo de Sourrouille, vinculado con la perspectiva de la Comisión Económica para América Latina (la Cepal), quedó asociado a la “heterodoxia”. La categoría designaba en los años 1980 a una suerte de fraternidad forzada donde habían terminado confluyendo economistas de distintas orientaciones, pero igualmente reticentes a la avanzada monetarista (luego denominada neoliberal) con la que se habían identificado los gobiernos de Reagan, Thatcher, Pinochet y Videla.

Este equipo no fue la primera opción del presidente. En diciembre de 1983 Alfonsín quería evitar la concentración de la decisión económica en un superministro y había repartido la dirección del Ministerio de Economía, del Banco Central y de la Secretaría de Planificación entre distintas líneas del partido. Si bien Grinspun no hizo más que traducir en políticas las promesas de campaña y el plan económico acordado con el peronismo en la Multipartidaria, la escalada de la inflación acabó pronto con él. Hacia finales de 1984, Alfonsín había sufrido dos grandes derrotas. La primera frente a los sindicatos, que habían conseguido, por un voto, bloquear en el Congreso la llamada “ley Mucci”, que buscaba forzar su reordenamiento. La segunda, frente a los acreedores externos que, tras las infructuosas tratativas de los deudores, habían encontrado en el FMI un intermediario comprometido con el cumplimiento de las obligaciones asumidas. No solo los trabajadores organizados habían convocado a una primera huelga general, la Unión Industrial Argentina y la Sociedad Rural Argentina se acercaban a la Confederación General del Trabajo para sumar sus reclamos, al tiempo que se producía el primer amotinamiento de los militares en Córdoba.

Ante la perplejidad oficial, el equipo de Sourrouille y pronto el Austral ofrecieron una pócima mágica. Desde entonces, el presidente se aferró a su equipo de heterodoxos y ató a ellos la suerte del gobierno. Juntos habían alcanzado la victoria de 1985, juntos se introducirían en el abismo de la hiperinflación.

LAS CONTRAINDICACIONES DE LA PÓCIMA MÁGICA

El éxito del Austral pareció indicar a los argentinos que una innovación técnica, incomprensible para los legos, podía resolver sus problemas. Del mismo modo contribuyó a colocar al ministro de Economía en un lugar equivalente y en algunos casos hasta superior a la propia autoridad presidencial. La decisión de Alfonsín de reemplazar a un miembro del partido radical por un profesional admitía la incapacidad de los elencos políticos para reemplazar las herramientas de gestión de la posguerra. Esta primera cesión de atribuciones constituyó un punto de inflexión que fijó una novel frontera entre política y economía en democracia.

Paradójicamente, en esos días primaverales de 1985 en los que el gobierno celebraba su victoria, el equipo económico empezaba a sentir el vértigo de una posible debacle. Una anécdota sirve de ilustración: Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos y “padrino del Plan Austral”, le hizo un regalo a Sourrouille. Al desenvolverlo, encontró un cuadro con una inscripción en inglés: “Atención, lo peor está por venir”.

Es que el énfasis en la novedad del Austral y su teoría de la inflación “inercial” poco decía sobre un antecedente cercano y del mismo linaje. También la tablita cambiaria de Martínez de Hoz (establecida a finales de 1978) había intentado “fijar las expectativas” y lo había hecho sobre el mismo precio de referencia: el dólar. De este modo, si bien el equipo económico se había encargado de fijar el valor del austral cuidando cierta competitividad doméstica, el anclaje de las expectativas quedaba, en este caso como en el anterior, preso de la capacidad de las autoridades de controlar la evolución del tipo de cambio. A su vez, si bien el equipo económico aspiraba a honrar los compromisos externos con las divisas provenientes de las exportaciones (y no desprendiéndose de activos estatales), lo cierto es que, entre los fundamentos del Austral, estaba el compromiso de pagar la deuda externa del país y, con ese compromiso, la necesidad de acordar con el FMI, cuyo tutelaje se haría cada vez más exigente.

No sorprende entonces que, ante la celebración unánime que los rodeaba, Sourrouille y sus colegas temieran que la confianza apresurada en el Austral conllevara una vuelta rápida y optimista a las pujas sectoriales. Juan Carlos Torre expresa estos temores en su libro Una temporada en el quinto piso. Son casi idénticos a los que formula Juan José Llach al considerar el modo en que la ley de convertibilidad logró superar, en 1995, la crisis del Tequila. En un reportaje concedido a un analista francés, uno de los padres del 1 a 1 argumentó: “El Tequila fue positivo porque duró poco (…) Pero tuvo un efecto negativo para el aprendizaje social, creímos que podía seguir como hasta entonces, y eso era un error”. Así, los dos funcionarios concluyen que la celebración del plan antiinflacionario hizo desoír las alertas, evitar correcciones, permitió reproducir comportamientos que precipitaron la crisis.

En efecto, si bien el Austral logró contener los precios, siguió habiendo inflación en la Argentina y comenzó a ocurrir en 1986 algo semejante a lo que había sucedido en 1979 (y a lo que ocurriría más tarde): el dólar, comparativamente, se abarató. Para evitar que volviera a dañarse la competitividad doméstica, las autoridades económicas optaron por evitar la rigidez y aceptar cierta flexibilización. Pronto, a la aceleración de los precios se sumó la intransigencia de los acreedores.

LA AUTOPISTA HACIA EL ABISMO

La frontera entre la gestión económica y la gestión política ofreció, en la dinámica cotidiana, una fórmula simplificadora y eficaz. De un lado, quedaron los equipos técnicos obsesionados por la restricción de los recursos; del otro, la política entregada a un forcejeo permanente sobre estos. El diario de Torre sintetiza la percepción del equipo económico sobre el desorden de la administración pública, la irresponsabilidad de los directores de las empresas estatales, la distancia entre las demandas ampulosas de la dirigencia política y la fragilidad extrema de las cuentas públicas. No hubo en 1985, como no habría más tarde, mayores iniciativas para jerarquizar los recortes, para preservar ciertas áreas estatales sobre otras, para anticipar el impacto y focalizar esfuerzos. Frente a la escasez presupuestaria, la dirigencia solo fue capaz de dar prioridad a los derechos humanos y a la lucha contra el hambre.

Existen distintas explicaciones del fracaso de la política de estabilización y de su consumación en un alza de precios a 3.000 por ciento en 1989. Además de los detonantes inmediatos (la sequía, la baja de los precios internacionales, la decisión del Banco Mundial de no desembolsar los fondos prometidos), la crónica de los hechos traza más bien una especie de autopista hacia el abismo donde los principales actores sociales y políticos del país prefirieron perseverar en la inercia de sus propias posiciones, sin compromisos ni correcciones, hasta que la autoridad presidencial y su moneda se desplomaron.

Si la amenaza de golpe había logrado convocar en los balcones de la Casa Rosada a los representantes de las principales fuerzas del país, nada semejante pudo organizarse ante la inminencia de la hiperinflación. Aun cuando la amenaza de reformas que llevaran a un mercado más abierto y desregulado se cernía sobre los representantes corporativos, los sindicatos replicaron una actitud que se contentó con “golpear primero para negociar después”, esperando que el gobierno satisficiese sus demandas o se desmoronara. Con métodos más discretos también los empresarios se vincularon con las autoridades bajo la misma lógica: siguieron subiendo precios sin la moderación que imponía la competencia externa.

En todo caso, los intentos por reparar el orden socioeconómico en crisis quedaron solo en manos de los funcionarios económicos. Si la voz quebrada de Sourrouille evidencia esa conciencia trágica, los siguientes ministros mostrarían menos pudor a la hora de timbear con la deuda y la moneda del país como si las consecuencias no los afectaran. Las reformas económicas de los años 1990 no fueron solo el resultado de una avanzada reformista, fueron también el producto del desconcierto y la desidia de los otros actores de la vida nacional. No es que todos ellos creyeran que el mercado era más eficiente y justo, simplemente concluían que los argentinos eran incapaces de ponerse de acuerdo y encontrar otras soluciones.

El primer desenlace de esta historia es bien conocido: la hiperinflación y la entrega anticipada del mando de Raúl Alfonsín a Carlos Menem, en medio del marasmo, y la adopción drástica de las reformas estructurales. A la luz de lo ocurrido desde entonces, hay un segundo desenlace: la sensación de que esta historia no comienza en 1983 ni termina en 1989. La observación de un país bloqueado, enfrentado a problemas similares, empantanado entre opciones extremas que desembocan en atolladeros semejantes. La repetición no sería tan frustrante si no se acompañara de una gran pérdida: la de la sociedad relativamente igualitaria y compasiva que supimos ser, varias décadas atrás.

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