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Entrevista a Micaela Cuesta, doctora en Ciencias Sociales y magíster en Comunicación y Cultura Democracia y discursos de odio

Las crisis globales del sistema democrático y la irrupción de figuras de extrema derecha como una de sus derivas. Discursos de odio, prejuicios sociales y obstáculos para la convivencia democrática.

“Estamos asistiendo no solo al fin de esa relación virtuosa entre capitalismo y democracia, sino a un momento de opacidad y de imposibilidad de identificar a qué herramientas más o menos novedosas podría apelarse para no romper ese matrimonio precario (entre democracia y capitalismo) y salir lo menos ilesos”, señala Micaela Cuesta, doctora en Ciencias Sociales; magíster en Comunicación y Cultura; y licenciada en Sociología, los tres títulos por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Lo que está sucediendo ahora, agrega “es que ante esta nueva crisis no hay aparentemente una respuesta virtuosa posible, entonces lo único que se encuentra son formas reactivas, en muchos casos conservadoras, en muchos casos violentas, de ‘cuidar’ lo que cada uno tiene, lo que cada nación tiene”.

Docente e investigadora en la Escuela de Humanidades de la Unsam y del Eidaes, Cuesta señala de qué modo los discursos de odio y los prejuicios sociales se cuelan con fuerza en coyunturas como las actuales y advierte sobre la amenaza que ellos representan para la convivencia democrática: “Si pensamos que la democracia es la distribución igualitaria de la palabra, contra lo que está atentando el discurso de odio es justamente contra esa posibilidad de activar una palabra cuando se encuentra en disidencia, cuando se encuentra en minoría”, explica.


 
Micaela Cuesta es coordinadora del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA, Lectura Mundi), Unsam, y coautora de Prejuicio y política (junto con Lucía Wegelin) y de Discursos de odio. Una alarma para la vida democrática (junto con Ezequiel Ipar y Wegelin).

--A partir de sus estudios sobre democracia, autoritarismo y discursos de odio, ¿cuál es su análisis acerca del contexto actual?

--Creo que estamos atravesando un momento muy oscuro para la democracia --no solo a nivel local sino a nivel global--, y me atrevería a decir, también, para el capitalismo. Es inevitable pensar las crisis de las democracias --que son periodizables-- como asociadas, justamente, a las crisis del capitalismo. Estas crisis son una de las reglas o de las normas inmanentes a él aunque el propio capitalismo las postule como exógenas o como extrañas a su funcionamiento por una cuestión de justificación ideológica; porque si uno se preguntara cómo es posible que cada cierto tiempo ocurra algo así eso quitaría confianza o legitimidad a un sistema que se cree o se ha presentado históricamente como el mejor posible y el más combinable con formas de la democracia. Las crisis son recurrentes y estamos ante una nueva crisis, diferente a las anteriores.

 
--¿En qué se diferencia esta crisis de las anteriores?

--Estamos asistiendo no solo al fin de esa relación virtuosa entre capitalismo y democracia, sino a un momento de opacidad y de imposibilidad de identificar a qué herramientas más o menos novedosas podría apelarse para no romper ese matrimonio precario entre democracia y capitalismo y salir lo menos ilesos. Lo que está sucediendo ahora es que ante esta nueva crisis no hay aparentemente una respuesta virtuosa posible, entonces lo único que se encuentra son formas reactivas, en muchos casos conservadoras, en muchos casos violentas, de “cuidar” lo que cada uno tiene, lo que cada nación tiene. En el caso de los países que históricamente han sido centrales, eso puede tener beneficios relativos y ser reparatorio en algún punto, sabiendo que el costo es el aumento de expresiones xenófobas, que ya se empiezan a ver.

 
--¿Y para el resto de los países?

--Para los países periféricos, como el nuestro, esa solución global es muy problemática porque durante 30 años estuvimos en otra sintonía, vinculados comercial, productiva y financieramente como país subordinado. Estamos en el peor de los escenarios porque está el mundo en el peor de los escenarios. Es decir, no somos la excepción a ese mundo y nos encuentra todavía peor por esta condición periférica, subordinada, y por tener un gobierno que va a contramano de esas políticas que el mundo está activando, de un modo no muy feliz para el mundo, de todas maneras, pero que puede tener algún rédito o consecuencia protectora de la que nosotros carecemos absolutamente. El Gobierno actual combina lo peor de movimientos reaccionarios con lo peor de movimientos ultraliberales de apertura indiscriminada del comercio y las finanzas.

 
--¿Hasta qué punto las deudas y los pendientes de la democracia dieron lugar a la irrupción de nuevas derechas en el mundo?

--En estos días estaba releyendo una frase de Theodor Adorno que dice que los fascismos son las cicatrices o los estigmas de la democracia. Desde su perspectiva, hay que pensar el fascismo no en oposición sino en continuidad con las heridas que provoca la democracia en cuanto a las expectativas que genera o que suscita en los sujetos que forman parte de ella. En este sentido, efectivamente el ascenso de figuras de la extrema derecha responde a crisis globales del sistema democrático. En nuestro país, el triunfo de Javier Milei se vincula efectivamente con una crisis de la democracia que se expresa en Argentina de distintas formas.

 
--¿Cuáles son esas formas, puntualmente?

--Por un lado, se expresa como una experiencia de agravio o injusticia en términos económicos; ahí la inflación es un dato muy relevante, ya que afecta muy particularmente a las clases medias y a los sectores populares. El descuido de esta injusticia económica tiene que ser atendido para poder interpretar por qué esas clases populares, que históricamente se identificaban con movimientos vinculados a la ampliación de derechos, dejaron de hacerlo y optaron por algo distinto. Por otro lado, se vincula con agravios o sensaciones de sentimientos de injusticia vinculados a aspectos culturales. Lo que vemos son fallas de distinto tipo.

--¿A qué se refiere con “fallas”?

 
--Para la sociología, fallas en el reconocimiento quiere decir una compensación insuficiente por el sacrificio realizado. Esto también genera frustración y enojo. Fallas en el reconocimiento de la labor docente, de los investigadores, del valor que aportan los trabajadores de la economía popular; situaciones de injusticia o de agravio vinculadas al sistema político, que se traduce muy rápidamente y muy evidentemente en términos de crisis de representatividad. Los espacios políticos que prometieron sostener lo que funcionaba y perfeccionar lo que no, no lo hicieron; como el macrismo. Luego, el movimiento político que lo sucedió, que volvía con la promesa de ser mejores, quedó a mitad de camino y, como agregado, se vio fragilizado --y casi me animo a decir roto--, por una pandemia que lo trastocó todo. Esa situación exacerbó malestares y generó traumas de los que aún no hemos salido, porque se nos ha bloqueado la posibilidad de reflexionar sobre ello.

 
--¿Qué bloqueó esa posibilidad de reflexión?

--Creo que faltaron políticas ordenadoras capaces de contribuir a una decodificación no reaccionaria de todos esos malestares para que no se volvieran combustible de la derecha. Al mismo tiempo, faltaron quizás instancias mediadoras en la sociedad civil capaces de ofrecer otras significaciones a esas situaciones de frustración. Ante esa vacancia, que es también múltiple y es compleja, emergen los discursos más simplificadores, más conspiranoicos, más prejuiciosos y más gratificantes en el sentido de ofrecer un mecanismo de descarga de la violencia hacia otros para liberar la violencia que siente uno sobre uno mismo. Ahora, dos cosas más. Por un lado, todas estas salidas posibles lo que hacen es dejar sin cuestionar las razones estructurales más complejas que podrían explicar esta crisis. Eso no aparece en el discurso público, o aparece muy poco. Por otro lado, en las respuestas que se dan a estas crisis múltiples, no se interroga qué es lo que realmente pone en crisis a la democracia.

 
--¿Qué pone en crisis a la democracia?

--Hay que preguntarse cuáles son los límites a una distribución igualitaria de la riqueza, quién establece esas limitaciones, cómo una democracia puede satisfacer esas expectativas que se generaron en el momento de opulencia del capital, dónde están las instancias de decisión, etc. Me refiero a políticas capaces de dar respuesta a esas demandas de modo tal de no frustrarlas. Esas preguntas te llevan a pensarte y a imaginarte en este mundo con estas dificultades globales y a interrogar esa forma de organización de la economía, las finanzas, la información global, que cercan de modos distintos a las soberanías nacionales y a las democracias nacionales.

--Hace un instante se refirió a la emergencia de discursos conspiranoicos y prejuiciosos. ¿Cuánto se acrecentó la circulación de estos mensajes desde la asunción de La Libertad Avanza?

 
--Uno tiende a pensar que la circulación y la presencia de esos discursos de odio se acrecentaron porque fueron habilitados desde instancias de poder. Nosotros empezamos a medir discurso de odio mucho antes de la llegada de Javier Milei al gobierno, inclusive antes del atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, que también es producto de la instalación medio en sordinas de una discursividad violenta en la sociedad. Esa primera medición, que fue entre fines de 2020 e inicios de 2021, nos alarmó porque dio muy alta: cerca del 26,2% de la población adhería a esa discursividad violenta. Hasta ese momento esa discursividad violenta parecía circular de modo privilegiado en la sociedad civil, no se había institucionalizado en los lugares de poder, que es lo que ocurre una vez que Milei gana popularidad.

 
--¿Qué propósito tuvo originalmente esta discursividad violenta, antes de extenderse al grado que observamos en la actualidad?

--Una vez que Milei gana popularidad, son las figuras políticas quienes instalan, reproducen e impulsan este tipo de discursividad con fines políticos. Se empezó a usar ese discurso de odio como una herramienta de la política electoral. Cuando eso se consolida, el efecto en la sociedad es una suerte de normalización y generalización de esa discursividad violenta y la habilitación a habitarla, a reproducirla, por parte de los ciudadanos dada por estos políticos. Ahí no pienso solamente en Milei; pienso muy particularmente en la campaña de Patricia Bullrich, que prometía desaparecer --nada menos que con ese término-- al oponente político.

 
--¿Cuál es la amenaza que representan los discursos de odio para la democracia?

--La democracia se compone en lo formal de tres elementos: libertad de expresión, elecciones periódicas y competencia pacífica entre distintas opciones electorales. Una sociedad democrática no debería afincar su campaña política en la pretensión de eliminar al oponente; eso no es democrático y de pacífico no tiene nada. Ahora, hay un tercer momento. Si pensamos que el primer momento fue el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner --un hecho que visibilizó los efectos posibles del discurso de odio--, tenemos un segundo momento, el de una campaña cuyo lema principal era la voluntad de desaparición del oponente. Y tenemos un tercer momento, precedido por una cantidad de imágenes casi imposible de sistematizar porque fueron muchas: desde la famosa motosierra hasta las miles y miles de expresiones denigrantes, pornográficas, agresivas, hostilizadoras y violentas realizadas por Milei, quien, sin embargo, llegó a la presidencia. Una vez en el cargo no cesó con ese discurso violento; por el contrario, lo profundizó.

 
--Lo que vuelve esa discursividad aún más peligrosa.

--Lo que no advierte es que hay algo que cambió entre el Milei no presidente y el Milei presidente y que eso modifica la tesitura de su discurso. Entonces cuando cambia la situación de enunciación, cambian el contenido, los alcances, la significación y los efectos de aquello que se dice. Claramente vuelve a ese discurso de odio muchísimo más peligroso en términos democráticos de lo que era antes. ¿Cómo afecta a la democracia? Fundamentalmente provocando temor a que la expresión de una diferencia suscite una violencia directa sobre quien la expresa. Si pensamos que la democracia es la distribución igualitaria de la palabra, contra lo que está atentando el discurso de odio es justamente contra esa posibilidad de activar una palabra cuando se encuentra en disidencia, cuando se encuentra en minoría.

 
--En Prejuicio y política explora el impacto de los prejuicios sociales en la convivencia democrática en Argentina. ¿Cuál es la relación entre estos prejuicios y los discursos de odio?

--Sin la existencia o preexistencia de ciertos prejuicios sociales, los discursos de odio no serían tan eficaces. Uno podría pensar que esos prejuicios sociales son las condiciones históricas de posibilidad de la existencia de los discursos de odio. En el prejuicio se activa un mecanismo de generalización de rasgos particulares, de totalización de esos mismos rasgos como si todos esos otros realizaran plenamente ese atributo imputado, y de subsunción de un particular, al que previamente se cargó de significados, a un grupo o colectivo social. Para pensar los prejuicios actuales necesitamos dar cuenta, además, de esos mandatos sociales que se vienen imponiendo desde el ‘76 a esta parte.

 
--¿A qué mandatos se refiere, puntualmente?

--Mandatos sociales que tienen que ver con la ideología neoliberal, que está montada en un principio de competencia que suprime toda diferencia de posición y que imposta, por lo tanto, iguales condiciones para esa competencia. Además, esta ideología neoliberal está asentada en una denegación o invisibilización de los lazos de interdependencia que hacen posible la autonomía de los sujetos, y en un mandato emprendedorista que podemos traducir como la obligación de ser exitoso en términos de autosuficiencia, como si ese éxito no estuviese también, de nuevo, ligado a ciertas condiciones de posibilidad. Por todo esto, hiperresponsabiliza a los individuos de su destino, de sus propios éxitos y, sobre todo, de sus fracasos. Y culpabiliza a todo aquel que considera prejuiciosamente como dependiente o fracasado. Esos, para esta ideología, merecen desprecio y castigo.

 
--¿Cómo afecta esto último a los vínculos interpersonales?

--Esa situación genera una forma de lazo social bastante hostil, porque lo primero que se niega cuando se cae sobre la debilidad o dependencia del otro es la propia condición interdependiente de los sujetos. Y además, es en coyunturas de crisis y desorientación social cuando más se apela a esos estereotipos formados en el seno de esa ideología que inhibe la capacidad de reflexionar críticamente sobre lo que uno proyecta en otros, bloqueando la posibilidad de que esos otros muestren algo distinto, algo que desarme el prejuicio. Algunos prejuicios sociales cumplen una función defensiva, mientras que otros pueden convertirse en un obstáculo serio para la convivencia democrática.

--¿Cómo diferenciar unos de otros?

 
 

--Los prejuicios sociales cumplen una función defensiva porque estabilizan sentidos, porque nos permiten orientarnos en un mundo que es cada vez más complejo. Pero al mismo tiempo ciertos prejuicios, sobre todo aquellos que sirven a la construcción de chivos expiatorios, que producen estigmatizaciones y estereotipaciones, pueden volverse un obstáculo para la convivencia democrática y, a su vez, un insumo que vuelve eficaz esos discursos de odio. No hay que demonizar el prejuicio, porque los sujetos no podemos prescindir de cierta forma de prejuicio. Sin embargo, sí es necesario estar atentos, ya que algunos prejuicios pueden devenir nocivos, agresivos y hostilizadores hacia aquello que esos mismos prejuicios establecen como su otro radical o, más aún, un otro cuya existencia amenaza la constitución del propio sujeto. Ante esos prejuicios hay que estar muy alerta, porque son esos los que funcionan como combustibles de estas derechas contemporáneas.

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